
Pero lidiar con el viento en esas condiciones no era algo tan grave, la cosa se podía ponerse bastante más peluda cuando nos acercábamos a los límites de la ciudad. Caleta en la mayoría de sus costados terminaba (en aquella época) en pequeños cerros y lomas, donde se construían los nuevos barrios. Recuerdo que para ir desde el centro a casa había que subir una calle de tierra lo suficientemente empinada y larga como para desanimar a cualquier chico. Subirla en bici era una tarea prácticamente imposible, y bajarla era una aventura de alto riesgo, especialmente para bicis con los frenos rotos como las de todo niño.
Con los chicos del barrio solíamos jugar al fútbol en un gimnasio cubierto cuando conseguíamos la llave, que era bastante seguido porque estábamos un poco acomodados. Pero cuando no estaba disponible había que jugar en la calle, con el viento y las bajadas empinadas que nos rodeaban por la mayoría de los costados. Y ahí es cuando el viento se tranformaba en diablo y metía la cola. No solo era dificil jugar bajo esas condiciones, donde el viento ya no tenía tanto reparo y podía mostrar toda su fuerza, sino que lo más complicado era seguir a la pelota cuando el viento se la quería llevar. Cuando soplaba fuerte, el balón se nos iba de las manos y había que alcanzarlo lo antes posible, porque dejar que agarrara velocidad era todavía más peligroso que los autos del centro. La pelota empezaba a rodar empujada por el viento, y no había forma de frenarla. Uno la corría metros y metros tratando de alcanzarla, apostando a que algún arbusto la frenara. Esa era la gran esperanza, las feas y espinozas matas patagónicas, capaces de frenar al viento y la pelota como un rudo zaguero italiano. A veces teníamos esa suerte, y el sacrificio estaba en meterse entre las matas para recuperarla, para luego con los brazos rasjuñados sacarle las espinas clavadas. Siempre la primer herida de la inmaculada pelota dolía bastante, especialmente cuando era una de calidad. Todavía me acuerdo de esa grandiosa mitre plastificada y su primer rasguño, que lo sentí como si fuera en mi propia piel. Finalmente uno volvía con la pelota bien agarrada, caminando en contra del viento pero contento con haberla salvado. Otras veces, la suerte no estaba de nuestro lado y el viento las empujaba en dirección de las pendientes, y ahí si que había que correr más rápido! Cuando rodando, y a pesar de nuestros esfuerzos por alcanzarla, llegaba al umbral de la pendiente lo que quedaba era simplemente contemplarla bajar a toda velocidad sin freno ni límite, siendo totalmente libre. Desde arriba podíamos observar en donde se frenaba o atoraba, si es que esto pasaba, y después había que ir a buscarla caminando cientos de metros, lo que cortaba todo ánimo de seguir jugando al fútbol. Pero había cosas peores, como que nada le oponga resistencia a la pelota y se vaya en dirección de la meseta, que cada arbusto sea un simple obstáculo que la pelota salteaba con cada ráfaga de viento; ahí solo quedaba la resignación de verla irse sin siquiera despedirse.

Cuantas pelotas andarán rodando, libres, sin dueño, ni canchas, por toda la patagonia! O tal vez no estarán tan libres como parece? La leyenda dice que Kooch, el dios tehuelche, creó el viento con un suspiro. No será que en algún lugar inhóspito de esta tierra, se encuentran los auténticos patagones, ya desaparecidos, disfrutando con todas esas pelotas que nos robó Kooch una de las pocas cosas lindas que trajeron los europeos? Seguramente dirás que estoy desvariando, o que me entusiasmé demasiado con lo místico de esta tierra, pero eso es porque nunca viviste lo de aquella tarde. Era el mediodía, y yo, que estaba terminando séptimo grado, volvía del colegio. Venía contento por haber recibido el exámen sobre civilización griega con un 10 estampado. Para llegar a casa, simplemente tenía que cruzar una ancha calle.Traía mi carpeta de historia en la mano y no en la mochila como habitualmente, cuando en medio del corto camino una sorpresiva ráfaga de viento me la sacó de las manos. La carpeta voló un metro y cayó abierta, atiné a abalanzarme sobre ella pero no llegué; una segunda ráfaga la desparramó y la hizo rodar varios metros. Las hojas empezaron a desprenderse y a volar, formando un remolino. Solo pude rescatar una de ellas. Cuando la miré, un escalofrío recorrió mi cuerpo; era la hoja del examen y ahí, bien clarito, estaba mi respuesta fatídica que decía "...Eolo era el dios del viento,...". A pesar de haber perdido toda mi carpeta, una sensación de satisfacción me invadió el cuerpo. Debió ser por la grata sorpresa de saber que esta tierra todavía resiste...
1 comentario:
El viento me atrapo y metio al remolino de la historia... Che vos siempre con 10ces??? jajaja
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