lunes, 14 de junio de 2010

Yo y el viento

Jugar al fútbol en las calles de caleta siempre tuvo sus complicaciones para un niño de 10 años. Cuando uno se encontraba en el centro, con las calles afaltadas, con las casas que hacían de protección, los riesgos eran practicamente los de cualquier otro lugar. La pelota, inquieta y atrevida, siempre busca hacerle algún caño a algún auto que anda desprevenido por la calle. El grupo de chicos, sabe de este fetiche de la redonda, y siempre están atentos a que la pelota no se escape a la calle. No es que sean malos o castradores, pero saben que el caño al auto es muy arriesgado, y la mayoría de la veces termina en un sónido seco, !!Pum!!!!!!, reventón y chau partido para la mayoría, y chau pelota para el dueño, lo que podía llegar a ser una tragedia. Por eso, este último siempre era el más cuidadoso, pero había alguién con quién no podía luchar: el viento. Este desgraciado siempre fue aliado de la pelota, se divertía de lo lindo. Una ráfaga sorpresiva y la pelota que se iba a la calle, encaminada directo a la rueda de una camioneta que pasaba, pero cuando las miradas heladas de los chicos ya le anticipaban a sus socios, los oídos, el ruido seco de la explosión, el viento volvía a soplar, acelerando la bocha que pasaba por debajo del vehículo. El viento de repente callaba y solo quedaba la respiración aliviada de los jovencitos. Luego, sentados en la vereda, hablarían de aquella tarde en la que el viento le hizo siete caños a las camionetas de los petroleros, sus favoritas. Estableciendo un récord que solo alcanzaría el burrito Ortega en el munidal del 98 cuando enfrentamos a Inglaterra.

Pero lidiar con el viento en esas condiciones no era algo tan grave, la cosa se podía ponerse bastante más peluda cuando nos acercábamos a los límites de la ciudad. Caleta en la mayoría de sus costados terminaba (en aquella época) en pequeños cerros y lomas, donde se construían los nuevos barrios. Recuerdo que para ir desde el centro a casa había que subir una calle de tierra lo suficientemente empinada y larga como para desanimar a cualquier chico. Subirla en bici era una tarea prácticamente imposible, y bajarla era una aventura de alto riesgo, especialmente para bicis con los frenos rotos como las de todo niño.
Con los chicos del barrio solíamos jugar al fútbol en un gimnasio cubierto cuando conseguíamos la llave, que era bastante seguido porque estábamos un poco acomodados. Pero cuando no estaba disponible había que jugar en la calle, con el viento y las bajadas empinadas que nos rodeaban por la mayoría de los costados. Y ahí es cuando el viento se tranformaba en diablo y metía la cola. No solo era dificil jugar bajo esas condiciones, donde el viento ya no tenía tanto reparo y podía mostrar toda su fuerza, sino que lo más complicado era seguir a la pelota cuando el viento se la quería llevar. Cuando soplaba fuerte, el balón se nos iba de las manos y había que alcanzarlo lo antes posible, porque dejar que agarrara velocidad era todavía más peligroso que los autos del centro. La pelota empezaba a rodar empujada por el viento, y no había forma de frenarla. Uno la corría metros y metros tratando de alcanzarla, apostando a que algún arbusto la frenara. Esa era la gran esperanza, las feas y espinozas matas patagónicas, capaces de frenar al viento y la pelota como un rudo zaguero italiano. A veces teníamos esa suerte, y el sacrificio estaba en meterse entre las matas para recuperarla, para luego con los brazos rasjuñados sacarle las espinas clavadas. Siempre la primer herida de la inmaculada pelota dolía bastante, especialmente cuando era una de calidad. Todavía me acuerdo de esa grandiosa mitre plastificada y su primer rasguño, que lo sentí como si fuera en mi propia piel. Finalmente uno volvía con la pelota bien agarrada, caminando en contra del viento pero contento con haberla salvado. Otras veces, la suerte no estaba de nuestro lado y el viento las empujaba en dirección de las pendientes, y ahí si que había que correr más rápido! Cuando rodando, y a pesar de nuestros esfuerzos por alcanzarla, llegaba al umbral de la pendiente lo que quedaba era simplemente contemplarla bajar a toda velocidad sin freno ni límite, siendo totalmente libre. Desde arriba podíamos observar en donde se frenaba o atoraba, si es que esto pasaba, y después había que ir a buscarla caminando cientos de metros, lo que cortaba todo ánimo de seguir jugando al fútbol. Pero había cosas peores, como que nada le oponga resistencia a la pelota y se vaya en dirección de la meseta, que cada arbusto sea un simple obstáculo que la pelota salteaba con cada ráfaga de viento; ahí solo quedaba la resignación de verla irse sin siquiera despedirse.

Cuantas pelotas andarán rodando, libres, sin dueño, ni canchas, por toda la patagonia! O tal vez no estarán tan libres como parece? La leyenda dice que Kooch, el dios tehuelche, creó el viento con un suspiro. No será que en algún lugar inhóspito de esta tierra, se encuentran los auténticos patagones, ya desaparecidos, disfrutando con todas esas pelotas que nos robó Kooch una de las pocas cosas lindas que trajeron los europeos? Seguramente dirás que estoy desvariando, o que me entusiasmé demasiado con lo místico de esta tierra, pero eso es porque nunca viviste lo de aquella tarde. Era el mediodía, y yo, que estaba terminando séptimo grado, volvía del colegio. Venía contento por haber recibido el exámen sobre civilización griega con un 10 estampado. Para llegar a casa, simplemente tenía que cruzar una ancha calle.Traía mi carpeta de historia en la mano y no en la mochila como habitualmente, cuando en medio del corto camino una sorpresiva ráfaga de viento me la sacó de las manos. La carpeta voló un metro y cayó abierta, atiné a abalanzarme sobre ella pero no llegué; una segunda ráfaga la desparramó y la hizo rodar varios metros. Las hojas empezaron a desprenderse y a volar, formando un remolino. Solo pude rescatar una de ellas. Cuando la miré, un escalofrío recorrió mi cuerpo; era la hoja del examen y ahí, bien clarito, estaba mi respuesta fatídica que decía "...Eolo era el dios del viento,...". A pesar de haber perdido toda mi carpeta, una sensación de satisfacción me invadió el cuerpo. Debió ser por la grata sorpresa de saber que esta tierra todavía resiste...

miércoles, 9 de junio de 2010

El viento y yo

Durante mis primeros años en Buenos Aires, muchas veces me preguntaron de donde era, y mis respuestas siempre fueron escuetas: -Del sur.
Ahí es cuando venía el puñal a nuestro orgullo patagónico:
- Ahh, cerca de Lanús? Tengo varios amigos por allá...-Al principio costaba entender que Buenos Aires era tan grande pero tan grande que un barrio podía ser tratado como un lugar tan lejano como una provincia a cientos de kilómetros. Nos parecía inentendible, y por dentro siempre decíamos "estos porteños de mierda se creen el ombligo del mundo".
Pero lo que salía en realidad era un cordial: -No, de la Patagonia, de Santa Cruz.
Y ahora le tocaba al segundo puñal, la estocada final: - Ayyyyy que lindo, seguro que esquiás re bien. -Comentario que tenía razones sociológicas, estábamos en Martínez y San Isidro, un lugar tan chik que no solo muchos saben esquiar desde purretes sino que podías escuchar sobre vacaciones de esquí tanto en Bariloche como en Aspen(y yo me preguntaba eso en donde mierda es??).
Las respuestas podían variar según las ganas de hablar, pero siempre lo primero era el baño de realidad:
- No, nunca esquié en mi vida.
También nos solían decir lo lindo que era la patagonia, y ahí no quedaba otra que hacer un acto de justicia y contarle que sí, que el sur es lindo pero a su manera, que la mayoría de la patagonia no tiene ni bosques ni montañas ni lagos hermosos, sino que es una gran meseta árida, ventosa y no muy apta para débiles de espíritu.

Ya hace rato que no piso la meseta patagónica, pero siempre vuelve algún tipo de recuerdo, especialmente en esos días fríos, desolados y tristes, como hoy, que dan lugar a la nostalgia. En esos días, siento la nostalgia pegada al cuerpo, y tengo la certeza de que la única forma de expulsarla es con un buen baño de viento patagónico. Sentir el rigor en la cara y en el pecho, morder tierra árida levantada en una ráfaga de 100 km/h mientras camino casi de espaldas, peleando con esa masa de aire que casi no nos deja avanzar pero que a cada paso que damos nos hace sentir más fuertes y poderosos. Pero el viento nunca llega, y lo único que vuelven son imágenes, recuerdos de esa niñez que nos hacen decir en Buenos Aires que Caleta no te va a gustar, pero que para mi es linda igual.

Este es sólo un lado de mi relación con ese viento que a veces sopla en este pequeño departamento de Boedo, trayendo recuerdos e historias de una infancia que parece tan lejana como mi patagonia. En este costado el que impone las condiciones, el que manda y determina es el viento; aunque oponga resistencia, siempre sucumbo a su poder y por eso es El viento y Yo. Pero yo contrataco, y ahí ya soy Yo y El viento, pero esa es una historia que contaré otro día.