miércoles, 27 de mayo de 2009

El Fanático

En una sociedad tan futbolera como la nuestra, el fanatismo por los colores de una camiseta es cuenta corriente. El fanático desde chico empieza a impregnar su vida con los colores y nombres de la camiseta que eligió o le hicieron elegir, por más que uno diga que "de river se nace" y "se lleva adentro", la racionalidad nos dice que no. Ahí es cuando queremós mandar a la razón bien lejos, sentirla que está tan lejos como cuando a la madrugada y con sueño se espera, luego de un largo rato y ya con desesperanza, el colectivo que después de una hora y media de viaje nos dejará en nuestra cama. Que lejos que uno se siente! Ahí la mandamos a la razón por un rato, porque yo me quiero creer que soy de river desde la cuna y que es un sentimiento, papá! Me gusta ese romanticismo y esa magia de pensar que los colores vienen en una combinación proteíca del adn, y que uno a la larga termina sintiendo que realmente es así. Este autoengaño infantil, al contrario de otros, lo considero sano e inofensivo.
Les decía que de chico se empieza con el babero y la camiseta, uno va creciendo y entra al colegio, y ya se empiezan a armar los river contra boca en los recreos, las gastadas de los lunes; aparecen las carpetas del colegio llena de intentos de dibujo del escudito de tu club, los márgenes de las hojas con interminables leyendas de "river", "ortega", "francescoli" y pronósticos al estilo "River 3-Boca 1". Se sigue creciendo, los posters de tus jugadores preferidos se empiezan a mezclar con la bomba del olé que salió con la tanguita de river, y encima ahora somos más rebeldes, alguno que se hace el tatuaje, y uno se da cuenta que la racionalidad por suerte no la mandó tan lejos. Y así se sigue por la vida, los años pasan y muchos dejan ese fanatismo de lado, otros no dejan el fanatismo pero si el maquillaje, unos se vuelven menos optimista y más criticones y lo único que saben ahcer es putear a los jugadores por no ser siempre los mejores. El que tiene la suerte de llegar a su autito, le pone la calcomanía o la medallita colgada del espejo, y así se sigue por la vida. Una vida, a veces frustante, otras veces agitada, con muchas responsabilidades, y los colores que por momentos se diluyen y por otros se hacen más fuertes que nunca, dando la chance de tener algo que festejar o con quién descargar los fracasos. Todo parece estabilizarse, pero aparece el crío, y la locura de vuelta, la camiseta para el día del nacimiento, el baberito, y el debut en la cancha, si es que la doña lo deja... La rueda vuelve a girar y un nuevo ciclo comienza, el ciclo no es eterno, es más bien caótico. El nene que salió poco fútbolero, el cuñado que te lo hizo de la contra, y una ilusión que se apaga, una rueda que se frena. Pero la vida sigue, y como el fútbol, siempre da otras alegrías.

Usted se preguntará que tiene que ver esto con un rinconcito de Buenos Aires, y es ahí cuando le dejo esta postal. El tanque del millo que asoma sobre los techos del barrio matancero La Reserva. La diagonal trazada con pulso firme, y el color que mantiene su fuego. El tanque imponente, más lleno de ingenio y fanatismo, que de agua. Y mil historias posibles. El padre pintando con el hijo, y un cuartito de lata de pintura que sobra; los pibes que mientras toman una birra en la esquina, se les ocurre la pintada; y así historias que vienen y van, como me gustaría haber sido el protagonista! No importa que después me hubiera olvidado, y por años ni me hubiera acordado, hasta que llegara el día de cambiar el tanque que no da más. Me imagino subiendo al techo, y ver los restos de esa diagonal roja ya desgastada por la intemperie; al principio no me doy cuenta que es, pero la banda se reconstruye, y la lágrima se pianta, el recuerdo que florece y por suerte, la razón que se va lejos...